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Incluye ejercicios de fuerza a tu rutina y disfruta de todas sus ventajas desde el primer día.
Cualquier acción que realicemos, levantarnos ele la cama, esperar el autobús, sentarnos, leer mientras aguantamos el libro con las manos, tomar una taza de té, pintar un cuadro, ir de excursión... todo requiere fuerza en mayor o menor grado.
El principal encargado de reaccionar y de transmitir fuerzas es el aparato locomotor. Cuando lo entrenamos podemos relacionarnos mejor con el entorno.
La mayoría de las máquinas no mejoran con el uso. Una vieja bicicleta de paseo para ir por la ciudad no se transforma en una bicicleta de carreras con 18 o 27 marchas por muy alta velocidad a la que la sometamos; una calculadora de bolsillo, no se transforma en un superordenador por más problemas matemáticos que resolvamos con ella.
El cuerpo humano es diferente. Los músculos se renuevan cada cinco años y si me dedico a un entrenamiento deportivo, legiones de células novicias se crean y aseguran el relevo. Sin dopaje, el número de estas células se puede doblar perfectamente después de esfuerzos prolongados.
Como bien saben los científicos, médicos y levantadores de pesas, cuanto más se usan los músculos, más fuertes se vuelven y eso no solo es aplicable a un cuerpo joven.
En el año 1990 un grupo de científicos de la Universidad de Tufts (EE.UU.) mostraron que personas de ambos sexos, de edades comprendidas entre 86 y 96 años, mejoraron su fuerza y su equilibrio en 8 semanas de entrenamiento supervisado, independientemente de cómo hubieran tratado el cuerpo hasta llegar a ese momento.
Desde entonces otros estudios han probado que entrenar con pesas o máquinas de musculación ayuda a restaurar la pérdida de densidad ósea, disminuye la artritis de las articulaciones, incluso de las rodillas, y modera los niveles de insulina en diabéticos.
Naturalmente, no es necesario esperar a los ochenta años para entrenar con pesas y mejorar el estado físico. En realidad los mejores resultados, siempre para personas que nunca se han ejercitado antes, se obtienen cuando empezamos a practicar con pesas a partir de los treinta o cuarenta años.
Los músculos en desuso no se mantienen iguales, la falta de actividad los conduce al desgaste y a la atrofia.
El trabajo duro no les produce desgaste, por el contrario, se vuelven no solo más fuertes, sino más grandes. Es un resultado sorprendente, algo que los científicos no comprenden totalmente. De algún modo las células musculares sienten cómo son usadas y se remodelan a sí mismas para afrontar mejor el trabajo.
Este efecto, como se ha probado con los astronautas, solo sucede cuando estamos en la órbita gravitatoria, no cuando salimos de ella.
El cuerpo de todos los animales hace un duro trabajo que pasa desapercibido: se anima con la fuerza gravitatoria.
La gravedad no es solo una fuerza, es también una señal, un signo que habla al cuerpo y le indica cómo debe actuar. Comunica a nuestros sistemas y aparatos cómo deben estar para funcionar más eficazmente.
Provee automáticamente la fuerza de resistencia que mantiene en forma músculos y huesos.
En un ambiente de gravedad cero, los músculos se atrofian porque el cuerpo percibe que no los necesita. Los de la cadera y la espalda, que son los más utilizados para contrarrestar la gravedad, pueden llegar a perder masa muscular a un ritmo del 5% por semana. Las pérdidas en los huesos van a un ritmo del 1% por mes.
Un bebé, cuando está despierto, mueve sus extremidades en la cuna, investigando los límites de su movimiento sin saberlo. Y, cuando le damos el dedo de una mano, se aferra a él con fuerza. Es su manera de sentir el cuerpo.
Así lo hacemos, también cuando crecemos, porque la forma más fácil de sentir el cuerpo es haciendo fuerza.
Lo que tiene una parte positiva: cuando terminamos un entrenamiento con pesas nos sentimos vigorizados, capaces, llenos de confianza y con la figura más marcada.
Y una negativa, que puede actuar en nuestra contra al tomar el efecto por la causa: querer sentir vigor, confianza en nosotros mismos y capacidad únicamente con los ejercicios de fuerza, sin darnos cuenta de que con un exceso de entrenamiento perdemos sensibilidad, destreza, expresión, capacidad de percepción y nos llenamos de fuerza, pero bruta.
Es lo que ha dado mala fama a la fuerza, considerándosela en algunos círculos como carencia de intelecto y siendo asociada a la violencia.
La fuerza ideal para un individuo es la que permite aguantar y mover el propio cuerpo, lo que nos será de utilidad ante cualquier contratiempo (por ejemplo, evitar el impacto de una caída, transportar la bolsa de la compra o empujar una puerta giratoria).
Por ello, más allá de esa polémica cuestión, si los ejercicios de fuerza se realizan con mesura poseen grandes ventajas:
Esta última cualidad se convierte en peligro, cuando la fuerza no está al servicio de una actividad o la salud sino de lo que se puede ver. Quien solo tiene la mesura de sí mismo en lo que se ve y no en lo que se siente, termina esclavo de lo que parece ser y se aleja de lo que es.
El difícil punto de equilibrio se halla entre ser fuerte y estar fuerte, entre sentirse bien y lucir bien. Es el punto armónico en el que sabemos aplicar distintos grados de fuerza según la actividad que realicemos.
Podemos ejercer una fuerza potente cuando la necesitamos, pero también tener destreza y saber utilizar los mecanismos finos del cuerpo: la habilidad de enhebrar un hilo en la aguja para coser, arreglar un mecanismo de relojería o escribir una carta.
Tener la sensibilidad para adaptarnos al entorno y saber percibir nuestras necesidades y las de nuestros semejantes. Ninguna fuerza puede igualarse a la de la percepción y expresión de los sentimientos.
A este respecto recordemos las palabras de Gandhi: "La fuerza más poderosa de que dispone el mundo y la más humilde es el amor".
Dos formas de medir el exceso de entrenamiento con pesas son la respiración y la voz.
Cuando al realizar un ejercicio o terminarlo la respiración no llega a través del diafragma hasta el vientre deberemos disminuir el peso que utilizamos o las repeticiones.
También lo haremos cuando tengamos la voz ronca o irritada (oscurecida) después de entrenar.
De los aproximadamente setecientos músculos del cuerpo y según su funcionalidad se distinguen cuatro clases:
Están ligados a los huesos por los tendones situados en las extremidades y el tronco. Colaboran con los huesos para dar al cuerpo fuerza y potencia.
Son muy visibles y permiten el desplazamiento o mover grandes masas. Con ellos, jugamos un partido de fútbol-playa, corremos por la montaña, salimos del tren, subimos las escaleras, barremos, nadamos, bailamos, saltamos o paseamos.
Son, en su mayoría, voluntarios, pues podemos controlar su movimiento.
Los hay de muchas formas y tamaños diferentes, lo que les permite desempeñar funciones distintas.
Algunos de los más grandes y potentes son los que tenemos en la espalda, que junto a los abdominales y los de las piernas forman un sistema complementario que nos permite la posición erecta.
Para ello,unos se relajan mientras que otros se contraen, a veces en oposición; si nos mantenemos de pie es porque se tensan en sentido contrario y, aunque parezca paradójico, su eficiencia es máxima. Todos estos antagonismos, por suerte, no son conflictivos, sino que pueden ser ventajosos, si se regulan, y en eso nuestro cuerpo es un especialista.
Para andar, necesitamos activar 54 músculos, todos a la vez.
Basta con que un músculo deje de actuar o lo haga con algunas décimas de segundo de retraso para que lleguemos a trompicones o tambaleándonos a la cocina, donde se enfría nuestra infusión de manzanilla.
Son los de la cabeza y cuello, que nos permiten masticar, ver, oler, hablar, soplar, silbar, reír, llorar y con los que expresamos sentimientos y estados de ánimo: tristeza, alegría, sorpresa, amor, miedo...
Nos permiten igualmente la relación con el entorno y el organismo.
No son grandes, sino pequeños. Una simple sonrisa pone en movimiento de manera muy bien coordinada, 17 pequeños músculos de la cara. Un beso en la boca moviliza 29, de los cuales 18 son solo para la lengua.
Sin olvidar los que producen la voz, situados en el cuello, que son reflejos y se regulan con nuestro estado físico y mental y el del entorno (exceso de frío o de calor), como saben los cantantes profesionales.
Son, en su mayoría, involuntarios y se distribuyen por todo el interior del cuerpo:
Prodigio de habilidad y destreza que reciben el impulso último de los músculos largos y esqueléticos, de los finos conductos de la sangre y donde encontramos las terminales nerviosas que reciben las órdenes del sistema nervioso central para poder escribir, acariciar, sostener las llaves o tocar un instrumento musical.
Todos ellos están en acción, formando una red de interrelaciones que facilita el funcionamiento de mi cuerpo como organismo, en el que no se pueden aislar las partes. Cuando activamos cualquier músculo se activan en mayor o menor grado todos los sistemas del cuerpo.
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